Una tribu
propia. Autismo y Asperger: otras maneras de entender el mundo (II)
Steve Silberman
Ariel
Año: 2016
La
semana anterior publiqué la primera parte del análisis de este libro
fundamental (si quieres verla pincha aquí) y hoy vamos a continuar con la
segunda.
Retomamos
el hilo de la narración con el surgimiento
de una figura clave en la forma de entender el autismo tal y como lo conocemos
en la actualidad: la añorada Lorna Wing.
Antes, conviene citar a Mildred Creak,
psiquiatra del Great Ormond Hospital de
Londres y responsable principal del grupo de trabajo que redactó los
llamados “nueve puntos”, es decir
criterios que se adoptaron en la investigación sobre el autismo a gran escala y
que sirvieron para acercarnos la idea de “espectro” tal y como la conocemos en
la actualidad, alejándose de manera significativa del modelo restrictivo de Kanner, pero que no eran lo lo suficientemente útiles para
su aplicación en la práctica.
En
este punto de la historia cobra protagonismo John y Lorna Wing, ambos psiquiatras y padres de Susie, una niña con autismo, evaluada
por Mildred Creak. Al poco tiempo de su nacimiento, ya se hicieron
conscientes de la falta de recursos para ayuduar a las familias de los niños
como su hija. Los niños y niñas “psicóticos” se consideraban ineducables y
excluidos del sistema escolar y era derivados a talleres protegidos. Como los Rimland, los Wing se sentían solos pero no lo estaban ya que aparecieron figuras
como la de Sybil Elgar, maestra
influenciada por el método Montessori,
que lo fue de Susie.
A
partir de ahí, gracias al contacto con otras familias fundaron la National Autistic Society, la primera
asociación nacional de apoyo a las familias con autismo, dos años antes que la NSAC americana. Su logotipo, fue una
pieza de pule dibujada por un padre llamado Gerald
Gasson, que se convertiría en un símbolo universal de las organizaciones de
familias de niños y niñas con autismo en el mundo y con los fondos que
recaudaron inicialmente fundaron la “Sybil
Elgar School”, escuela especializada en la educación de niños y niñas con
autismo, para más tarde fundar en 1972 la
“Somerset House”, la primera escuela e instalación residencial en Europa
para personas adultas con autismo.
Recelosa
de la validez de los criterios de Kanner,
Wing decidió adopotar un enfoque
distinto siguiendo un estudio que en Middlesex
había realizado Victor Lotter a
principios de los 70 del siglo pasado. Lorna y otra investigadora del MRC, que no era otra que Judith Gould, investigaron a todos los
niños con necesidades especiales en el distrito de Camberwell y sus resultados fueron similares a los de Lotter (4,5 casos cada 10.000 habitantes en el caso
del último frente a 4,9 casos en sus investigaciones) pero ellas fueron más
allá y en sus rondas por el barrio de Camberwell
detectaron a un conjunto más amplio de niños que presentaban claros rasgos
reminiscentes de su síndrome pero que no habrían sido ddiagnosticados como
autistas bajo las directrices de Kanner
(por ejemplo aleteaban e invertían pronombres pero no alineaban juguetes en
fila) Mientras Lorna trataba de entender lo que veía cayó en sus manos un
artículo de Dirk Arn Van Krevelen
publicado en el Journal of Autism and
Childhood Schizophrenia en el que defendía que el autismo de Kanner y el de Asperger eran conceptos diferenciados y que a ella le dio la clave:
eran un mismo espectro a la luz de lo observabado en Camberwell. Esa idea se afirmó aún más cuando John le tradujo del
alemán el artículo de Asperger, que
le confirmaba que lo que el vienés vio su clínica era lo mismo que ellas
estaban observando en el barrio de Londres.
A
partir de ahí Wing comenzó a defender
en la comunidad científica el diagnóstico dimensional y no categórico (no un “sí” o un “no” si no más bien “¿de qué
tipo?”) y creó la terminología de “Síndrome
de Asperger” para la infancia con autismo con mejores pronósticos (junto
con otros autores como Gerhard Bosch)
ya que el término “autismo” estaba estigmatizada socialmente y las familias no
comprendían que los niños y niñas de mejores perfiles podían tener “autismo”. Por último, eligió el
término “espectro autista” pues le evocaba imágenes
agradables del arco iris, donde sus líneas eran difusas.
Un
nuevo capítulo comienza en este momento dedicado al efecto que tuvo la
oscarizada película “Rain Man” en la
concienciación sobre el autismo. En esta parte del libro se narra cómo se gestó
la creación del personaje de Raymon
Babbit, a través de la vida de varias personas con autismo o “esquizofrenia infantil” como Bill, Kim Peek, Joe Sullivan (hijo de
Ruth Sullivan) y Peter Guthrie.
También se destaca la implicación de Dustin
Hoffman y posteriormente de Tom
Cruise en el proyecto y la importancia de Barry Morrow (el ideólogo primigenio del film y amigo de Bill) en
los inicios de la película. El impacto de la misma lo transmiten las palabras
de la propia Ruth Sullivan de la NSAC:
“Una película hizo más por el autismo de
lo que habíamos conseguido nosotros en veinticinco años trabajando juntos a
nivel mundial”.
El
siguiente apartado del libro se le dedica al DSM (Diagnostical and Statistical
Manual of Mental Disorders) y a su evolución, desde el primero de sus volúmenes
de 1952, un modesto documento de 132 páginas, pasando por el segundo de 1968,
con impacto limitado y con la influencia de las teorías en boga como la de
Bettelheim, hasta llegar en 1980 al DSM
III, que corrió a cargo de Robert
Spitzer, de la APA (American Psychiatryc Association) y
cuyo objetivo era salvar a la psiquiatría de la extinción pero que terminó,
según Silberma,n por reinventarla,
como una fachada de la industria farmacéutica antes que como el arcano arte de
la sanación de almas que había sido hasta entonces. Lo que buscaba Spitzer era fiabilidad, es decir la capacidad de producir resultados coherentes
y replicables ya que dos pacientes con los mismos síntomas de dos psiquiatras
distintos podían terminar diagnosticados con diferentes trastornos. La
estrategia de Spitzer fue anclar esta
guía práctica remodelada de la enfermedad mental en la investigación empírica
en la medida de lo posible y convertir en operativos los criterios del DSM, así
como alinearlos con los estándares de la Clasificación
Internacional de Enfermedades (ICD), de la Organización Mundial de la Salud.
Tras seis años de trabajo, el DSM III
incluyó la definición de “autismo
infantil”, diferenciándolo de la esquizofrenia y estableciendo una nueva
categoría “los trastornos generalizados del desarrollo” con una lista de
verificación de rasgos clínicos. La
definición se acercaba más a la visión reduccionista de Kanner que a la abierta
de Asperger.
El DSM III fue un éxito que superó las
expectativas de la APA. Era un tomo colosal de 494 páginas con 265 trastornos
mentales (frente a los 182 de la segunda versión), convirtiéndose en una
lectura de rigor para psicólogos, educadores, farmacéuticas, jueces,
corredurías de seguros, funcionarios gubernamentales, proveedores de servicios o
investigadores y en un superventas internacional, aunque con un lado oscuro:
gran parte de los datos en los que se sustentaba eran provisionales e incluso Allen Frances, uno de los participantes
admitió a título posterior que “existían muy pocas pruebas científicas
disponibles para guiar las decisiones adoptadas en las comisiones de Spitzer”.
A partir de ahí, su popularidad inicial fue decayendo sobre todo por las quejas
de la profesión médica debido a la dificultad para aplicar los criterios en la
práctica. En ese momento Spitzer decide designar a tres de los médicos
científicos más avezados del sector para que revisaran la literatura y
esbozaran unos criterios más fiables: Lorna
Wing, Lynn Waterhouse y Bryna Siegel, dando lugar en 1987 a la versión
revisada del manual: DSM III-R.
Esta
nueva versión era más extensa y ambiciosa que la anterior, con 27 nuevos
trastornos y 73 páginas adicionales. Las modificaciones en los criterios para
el diagnóstico de los trastornos generalizados del desarrollo fueron atrevidas
y globales y un reflejo de la investigación cognitiva realizada en Londres. Se
descartó el adjetivo “infantil” de Kanner y se rebautizó como “trastorno
autista” que estaba presente en el nacimiento o poco después y persistía
durante todo el ciclo vital de la persona. Además se convirtió en una
categorización “opcional” en la que el clínico podía escoger entre múltiples
opciones, aunque debía cumplir un mínimo establecido (dos de la A, uno de la B
y uno de la C). Esto supuso que pudieron aplicarse a una población más extensa
y diversa que los recogidos en el DSM III. La versión revisada fue un éxito aún
mayor que la edición anterior. En la APA hubo dudas respecto a las “fronteras
desdibujadas” de los criterios de Wing, pero en todo caso suponían una mejora
con respecto a la versión anterior.
Las
cifras de prevalencia en el autismo tras la publicación del DSM III y el III-R se incrementaron lo
que para Wing y su colega sueco Gillberg no fue ninguna sorpresa: se
incrementaba la conciencia de los profesionales en paralelo a la ampliación de
las delimitaciones del autismo. A la mejor detección contribuyeron la aparición
de la escala CARS de Schopler y de la prueba ADOS de Catherine Lord y Michael
Rutter.
A
partir de ese momento entra el juego el DSM
IV, con un primer reto: incluir al Síndrome
de Asperger como un diagnóstico aparte en su edición, entre otras por la
presión de Wing para conseguir que
más familias tuvieran acceso a servicios al tener un diagnóstico. Este volumen
se convirtió en un éxito masivo, mayor incluso que el de su antecesor. En
cuanto a la prevalencia de los Trastornos
Generalizados del Desarrollo (categoría en la que se encuadraba el autismo
junto con el Síndrome de Rett, Síndrome
de Asperger y el Trastorno Generalizado del Desarrollo no especificado) se
incrementaba: al haber más conocimiento sobre el mismo, su búsqueda era mayor.
Pero también hubo otro factor inesperado, concretamente un pequeño error pero crucial
en la redacción de los criterios, motivado por una errata: en lugar de solicitar que un un niño o una niña mostrara deficiencias
en la interacción social, la comunicación y el comportamiento antes de emitir
un diagnóstico de TGD sin especificar se sustituyo la “y” por una “o”.
A
partir de este punto, Silberman le
dedica una parte a la posible “epidemia
de autismo” y a las vacunas con dos protagonistas, uno menos conocido como Coulter, y otro con más repercusión
como el gastroenterólogo Wakefield y
sus publicaciones (algunas en la prestigiosa The Lancet que se vio obligada a rectificar) sobre la vacuna triple vírica, el timerosal (un conservante
utilizado en las vacunas), las inflamaciones intestinales y el autismo (la
“enterocolitis autista”) y que Rimland
aprovechó para colaborar en la propagación de la idea de que las vacunas, sus
conservantes o ambas cosas provocaban múltiples afecciones en los cerebros de
los niños y niñas. Posturas como la de Rimland
o Wakefield (se le retiró la licencia
médica y su estudio fue calificado como un “fraude elaborado” por el British Medical Journal), con una
absoluta falta de rigor científico, tuvieron un efecto atroz en la caída de las
tasas de la vacunación de los niños y niñas en EEUU, Reino Unido y resto del
mundo con las consiguientes muertes o efectos dramáticos en sus desarrollos -cuando
por ejemplo los fabricantes de vacunas retiraron el Timerosal de las mismas no
tuvo ninguna repercusión sobre los diagnósticos de autismo-.
El
penúltimo capítulo del libro se dedica al comienzo de la concienciación sobre
la existencia de un “espacio autista”.
Comienza con la participación de Temple
Grandin en una conferencia para educadores y profesionales en Chapel Hill
(Carolina del Norte) en mayo 1989, se narra su historia vital (si quieres saber
más sobre ella pueden pinchar aquí) y la manera diferente de ver el mundo de la
profesora adjunta de Ciencia Animal en la
Colorado State University. Plantea el comienzo de su amistad con Oliver Sacks y como éste recogió su
figura al igual que la de otro ilustre dentro de la comunidad autista como Stephen Whiltshire.
Uno
de los asistentes a la conferencia de Grandin en Chapel Hill fue otra persona con autismo que cobraría
gran relevancia dentro de esta comunidad: Jim
Sinclair. Con una importante empatía con la discapacidad y con una infancia
tortuosa por sentirse hombre a pesar de nacer como mujer, tras visionar el
documental “Portrait of an Autistic Young
Man” se sintió profundamente identificado con lo que veía, reafirmando sus
ideas al leer libro “Emergence” de Temple Grandin. Colaborador de MAAP (More Able Autistic People o Personas
autistas más capaces) mediante poemas o cartas, uno de los primeros se
publicó en una antología de TEACCH junto con
colaboraciones de Lorna Wing y
Catherine Lord como una visión del autismo “desde dentro”. Para Sinclair “ser autista no significa ser inhumano. Pero sí implica que lo que es
normal para otras personas no lo es para mí y lo que es normal para mí no lo es
para otras personas”. En ese momento, el libro cuenta su contacto con otras
figuras relevantes de la comunidad autista como la reciente y tristemente
fallecida Donna Williams, autora de “Nadie en ningún lugar” y junto a ella
crearía el Autism Network International
(ANI), asociación defensora de los derechos civiles de las personas dentro
del espectro y no solamente para las consideradas de “alto funcionamiento”, ya que
esos niveles de funcionamiento no cambiaban a lo largo de la vida, cambiaban
“de día a día”. Todas las personas miembros de ANI habían sido clasificados
como de “bajo funcionamiento” en su infancia y, pese a ello, llegaron a
licenciarse en la universidad. Precisamente a esta asociación se le debe el
neologismo “neurotípico”, un término
que engloba a las personas que no tienen autismo. La ANI y más concretamente Jim Sinclair,
redactaría un manifiesto que cambiaría la óptica respecto a las personas con
autismo, y que Sinclair envió a la Autism
Society of Canadá para una conferencia auspiciada en Toronto titulada “No lloréis por nosotros”, un alegato a
favor de la diversidad que incluía frases como “Llorad si tenéis que hacerlo por vuestros sueños perdidos. Pero no lloréis
por nosotros. Estamos vivos. Somos reales. Y estamos aquí esperándoos”, descartando
la idea de Lovaas de que había un
niño normal atrapado en el “caparazón
autista” y comprendiendo los desafíos a los que se enfrentan las familias,
pero subrayando que gran parte del sufrimiento al que se enfrentan responde a
la denegación de servicios que requieren tanto las personas con autismo como las
propias familias.
El
desarrollo de la ANI llegó incluso a generar un foro de Internet (el ANI-L) o
un campamento diseñado para personas con autismo, el Autreat que se celebró por primera vez en Nueva York a finales de
julio de 1996 (si quieres saber más pincha aquí). Y de esos lugares, junto con
la miríada de espacios autistas que aparecían en la web (por ejemplo Wrong
Planet, uno de los primeros espacios autistas en la Web, creado en 2004 por los
adolescentes Alex Plank y Dan Grover ) surgió el concepto que la estudiante de
antropología y sociología australiana Judy Singer bautizó como “neurodiversidad”,
influenciada por su experiencia vital y por lecturas como “Disability: whose
hándicap?” de Ann Shearer, “Nadie en ningún lugar” de Donna Williams o el perfil que Sacks describió de Temple Grandin.
La
lucha de las personas con autismo continúa a día de hoy, por ejemplo en la figura
de Ari Ne’eman, el cofundador de 19
años del Autistic Self-Advocacy Network,
analista político versado en tecnología y persona con síndrome de Asperger
influenciada por Jim Sinclair, que
capitalizó la lucha para vincular a la comunidad autista con el movimiento de
derecho de defensa de los discapacitados, buscando el análisis del autismo en términos sociales y no médicos, buscando
su desestigmatización y la mejora del acceso a los servicios y a la educación. La ASAN se popularizó por su lucha contra la campaña publicitaria del
Child Study Center comparando al autismo con enfermedades como el cáncer o la
fibrosis quística.
En
este punto de la historia el libro vuelve a la familia Rosa y a Leo. En 2011 Shannon Rosa conoció a otra persona
famosa en la comunidad autista como es Stephen
Shore, profesor de la Adelphi
University y que se convirtió en el profesor de música de Leo y de cómo le
enseñó desde una óptica de persona con autismo a Leo como a realizar un patrón
musical y cómo las tareas que le iba planteando al niño se convertían en más y
más gratificantes, ya que se basaban en el reconocimiento de patrones,
sorprendiendo a su madre, que nunca había visto a nadie acceder tan rápido a
Leo. Por motivos como éste, Shanon y Craig Rosa se alegran cada día de haber
descubierto el movimiento de la neurodiversidad y haber aceptado la condición
de su hijo, descubriendo cómo éste era feliz con aquellas personas que estaban en su misma “longitud de onda” o
dicho de otra manera, aquellas personas
que “lo tienen” (Si quieres saber más pincha aquí).
El
último y breve capítulo pretende buscar diseños para un mundo neurodiverso y
realizar una reflexión final, partiendo de una pregunta mil veces repetida, “¿qué es el autismo?” que ochenta años
después sigue sin resolverse, aunque hay algunos puntos en los que los médicos,
las familias y los defensores de la neurodiversidad coinciden:
*La mayoría de investigaciones concluyen
que no existe una única entidad unificada llamada autismo, sino un cúmulo de
“trastornos” subyacentes.
*Dichos “trastornos” producen una peculiar
constelación de conductas y necesidades que se manifiestan de diversas maneras
en distintos estadios del desarrollo de una persona.
*Abordar de manera adecuada tales necesidades
requiere una vida de apoyo de familias, educadores y la comunidad, tal y como
Asperger predijo en 1938.
*También este autor se anticipó a su
tiempo al recalcar que nos rasgos del autismo no son “en absoluto raros”. De hecho, a juzgar por las cifras actuales
de prevalencia, las personas con autismo constituyen una de las minorías más
extensas del mundo. Silberman referencia que hay aproximadamente tantas
personas en el espectro como judías en EEUU.
*Una revisión a fondo de la historia también
justifica la idea de Asperger de que las personas con autismo han formado parte
siempre de la comunidad humana, si bien han sido relegadas históricamente a
los márgenes de la sociedad y durante gran parte del siglo XX, quedaron ocultas
bajo un maremágnum de etiquetas conflictivas como el “trastorno de la personalidad esquizoide” de Shkhareva, la “esquizofrenia infantil” de Despert y
Bender, los “niños con intereses
circunscritos” de Robinson y Vitales o diagnósticos como el “daño cerebral mínimo”.
El
ADN humano revelaría una historia en la que la mayoría de casos de autismo no
arraigan en escasísimas mutaciones “de novo”, sino en genes muy antiguos que
comparte la mayoría de la población general, si bien se concentran más en unas
familias que en otras. Todo ello, los defensores de la “neurodiversidad” proponen contemplarlo como un don, en lugar de
cómo un error de la naturaleza, como una parte valiosa del legado genético de
la humanidad, independientemente de que debamos mejorar los aspectos del
autismo que puedan resultara incapacitantes para la persona o su familia en
ausencia de un apoyo adecuado. En resumen,
Silberman plantea que quizás no deberíamos invertir tantos millones de
dólares al año en descubrir las causas del autismo en el futuro, sino
destinarlos a ayudar a las personas con autismo y sus familias a disfrutar de
vidas más felices, sanas, productivas y seguras en el presente.
“Que un ordenador no funcione con Windows,
no significa que esté roto”,
dice Silberman como metáfora para entender la neurodiversidad y ejemplifica un
gran número de experiencias que progresivamente consiguen que esa variedad haga
una sociedad más fuerte y justa como Autreat,
espectáculos planificados para personas con autismo en Broadway como “Mary
Poppins” o “El rey León”, organismos como el National Center on Universal Design for Learning para ayudar al
profesorado a adaptar el currículo para estudiantes con diferencias en el
aprendizaje, empresas como la danesa Specialisterne,
con sedes en otros lugares de Europa, España incluida, que emplea a personas
dentro del espectro para utilizar sus potencialidades o figuras como Michelle
Dawson, investigadora con autismo que ha realizado junto con el psiquiatra
canadiense Laurent Mottron una serie de estudios muy novedosos.
El
libro finaliza con un emocionante epílogo protagonizado por Mark Rimland, el hijo con autismo de Bernard Rimland del que me gustaría
destacar un pasaje en el que habla su madre: “una de las cosas que aprendí de sus maestros (de Mark) fue a potenciar sus puntos fuertes en lugar
de intentar corregir sus déficits. Bernard y yo siempre nos habíamos centrado
tanto en lo que Mark no sabía hacer. Decíamos ¡Ojalá hablara! Y cuando aprendía
a hablar, entonces nos lamentábamos: ¡Ojalá leyera! Sin embargo, cuando Mark
descubrió que su pasión era el arte, todo lo demás vino rodado, porque sienta
bien hacer algo que sabes que haces bien”.
Hasta
aquí la reseña del libro de Steve Silberman, un auténtico hito en el mundo del
autismo, que genera un cambio de paradigma respecto al mismo y que aúna
investigación y reflexión de alto nivel. Una obra indispensable.
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